Fue el
icono del rock salvaje e intelectual,
el músico que, con su voz chula y su mirada sin fondo, hizo añicos la
camisa de fuerza de los convencionalismos y la moral de la rígida
sociedad norteamericana de segunda mitad del siglo XX. Fue el vicio y la
soledad, el exceso y el nihilismo, el delirio y la cruda realidad. Fue,
simplemente,
Lou Reed,
el poeta de verso afilado como una navaja, y eso es hablar de una de
las partes más apasionantes e influyentes de la historia de la música
popular.
Pero el eterno espíritu inconformista e independiente ha muerto. La
revista musical Rolling Stone
avanzó que el cantante neoyorquino había fallecido a los 71 años edad.
Poco después, su agente británico, Andy Woolliscroft, confirmó la
noticia. El músico había recibido un trasplante de hígado en mayo, del
que se estaba recuperando, pero se desconocen por ahora las causas del
fallecimiento.
Su muerte supone un duro adiós para los aficionados al rock. Porque Reed era
una de las voces más célebres de la historia de la música,
autor de una obra en solitario excelsa y nada convencional, pero
también conocido y respetado por ser el fundador de The Velvet
Underground, una de las formaciones más influyentes de todos los
tiempos, verdadera banda rupturista en el arte musical.
Nacido en marzo de 1942 en el barrio de Brooklyn, Reed era un genuino
neoyorquino, que creció bajo la influencia de los vibrantes sonidos del
doo-wop y el
rhythm blues que inundaban las calles de
Nueva York, siendo Frank Valli & The Four Seasons una de sus
formaciones de cabecera. Amante de la literatura, pronto mostró gran
interés por las letras. En la Universidad de Siracusa, conoció al poeta
Delmore Schwartz con el que entabló una buena amistad e impulsó su
pasión por la lírica. Reed era el típico estudiante que cuando le decían
siéntate, él se levantaba, pero tenía el talento para rastrear las
sensaciones de su entorno. Y, por eso, fue diferente.
Esa combinación musical y literaria forjaría la personalidad
indescifrable de un adolescente de carácter introvertido y problemático,
que fue sometido a terapias de electroshock por su familia y que
encontraría en el rock’n’roll, como tantos jóvenes, su vehículo de
escape pero también su lugar de identificación. En 1964, instalado en
Nueva York tras su paso universitario, fundó, junto con John Cale,
The Velvet Underground,
la banda apadrinada por el artista plástico y cabecilla de la
modernidad estadounidense, Andy Warhol. A ellos se unieron Sterling
Morrison y Maurren Tucker.
El grupo nació como una formación de rock de vanguardia en tanto en
cuanto rompieron con todo. Literalmente, lo hicieron: rompieron, y su
paso revolucionario lo llevaron a golpe de guitarras estridentes,
viciadas en su rock primitivo, y ofreciendo unas estampas urbanas
desoladoras y salvajes, donde se le dedicaba una canción a la heroína y
se hablaba sin cortapisas de los excesos de la vida trasnochadora. Las
cosas como son: Lou Reed dejó a John Lennon, Bob Dylan o Mick Jagger
como auténticos niños buenos.
Porque el universo de la Velvet, plasmado
en su primer e irrepetible álbum
The Velvet Underground & Nico
con la famosa portada del plátano de Andy Warhol, era un mundo lleno de
sórdidas vidas que sonaban en el reproductor musical como un puñetazo
en la mesa, como un chutazo de rock y poesía, que hacía caerse como un
castillo de naipes los preceptos puritanos y bien pensantes de la
sociedad norteamericana de los sesenta. Si Dylan o los Beatles liberaban
tu mente, la Velvet de Reed te la hacían estallar. Y era casi imposible
ser la misma persona después de escuchar canciones como
Heroin.
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